Era tiempo de que Jesús se fuera. El taller de carpintería había sido su hogar, su refugio. Había venido para decir adiós, para oler el aserrín y la madera una vez más. Se vivía con paz. Se vivía seguro. En este lugar Él había pasado muchas horas de contentamiento. En este piso polvoriento había jugado cuando era un niño mientras su padre trabajaba. Aquí José le había enseñado cómo sujetar un martillo. Y en este banco de taller había construido su primera silla.
Fue aquí que sus manos humanas le dieron forma a la madera que sus divinas manos habían creado. Y fue aquí que su cuerpo maduró mientras su espíritu esperó por el momento preciso, el día preciso.
Y ahora ese día había llegado.
Me pregunto si se quería quedar.
Me pregunto, porque sé que ya Él había leído el último capítulo. Sabía que cuando saliera de la sombra de la carpintería, sus pies no descansarían hasta que fuera traspasado y puesto en la cruz romana.
Sabes, no tenía que ir. Pudo haber escogido. Pudo haberse quedado. Pasar por alto el llamado o por lo menos posponerlo. Y si hubiera escogido quedarse, ¿quién lo hubiera sabido? ¿Quién lo hubiera culpado?
Hubiera podido volver como hombre en otra época cuando la sociedad no fuera tan veleidosa, cuando la religión no estuviera tan anticuada, cuando la gente le hubiera escuchado mejor. Hubiera podido volver cuando ya las cruces hubieran pasado de moda. Pero su corazón no se lo permitía. Si hubo duda de su parte humana, fue vencida por su compasión divina. Su divinidad oyó las voces. Su divinidad oyó el clamor sin esperanza del pobre, las amargas acusaciones de los abandonados, el desespero de aquellos que tratan de salvarse a sí mismos.
Y su divinidad vio las caras, algunas arrugadas, algunas llorando, escondiéndose detrás de velos. Algunas confundidas por el temor. Deseosas de buscar. Algunas sin expresión, con aburrimiento. Desde la cara de Adán hasta la cara de recién nacido en cualquier parte del mundo en el momento en que lees estas palabras, Él las ha visto todas. Y puede estar seguro de una cosa. Entre las voces que encontraron su camino en la carpintería de Nazaret estaba tu voz. Tus silenciosas oraciones pronunciadas en las almohadas mojadas por las lágrimas fueron escuchadas antes que se dijeran. Tus profundas preguntas acerca de la muerte y la eternidad fueron contestadas antes que las preguntaras. Y tu más extrema necesidad, tu necesidad de un Salvador, fue provista antes de que hubieras pecado.
Y no solo te escuchó, sino que te vio. Vio brillar tu cara en el momento en que le conociste. Vio tu cara avergonzada cuando caíste por primera vez. La misma cara que te miró desde el espejo esta mañana, lo miro a Él. Y eso fue suficiente para matarlo.
Él se fue por ti. Él dejó su seguridad con el martillo. Él colgó su tranquilidad en el gancho de su delantal de clavos. Él cerró las persianas bajo los rayos del sol de su juventud y cerró la puerta a la comodidad y a la tranquilidad del anonimato. Ya que Él podía llevar tus pecados más fáciles que llevar en el pensamiento tu desesperanza, escogió irse. No fue fácil. Pero fue amor.
Alvaro Serna M.
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