lunes, 25 de abril de 2011

TOQUES DE TERNURA

Ser padre es mejor que un curso de teología.
Dos niños de diez años se acercaron ayer a mi hija de cinco años en el bus, le hicieron un mal gesto, y exigieron que se corriese. Cuando llegué a casa del trabajo, me contó el asunto. “Tenía ganas de llorar, pero no lo hice. Simplemente me quedé sentada, asustada”.

Mi impulso inmediato fue averiguar los nombres de los muchachos y golpear a sus padres. Pero no lo hice. Hice algo más importante. Acomodé  a mi hija en mis brazos, y le dije que no se preocupara por esos muchachos porque su papá está aquí, y que me aseguraría de hacerles saber que si alguna vez esos bravucones se acercaban a mi princesa estarían arriesgando sus propias vidas, sí señor.

Y eso le bastó a mi hija. Bajó de un salto y salió corriendo. Volvió unos minutos más tarde, llorando. Su codo estaba raspado. La levanté y la llevé al baño para hacerle las curaciones. Trató de decirme lo que había sucedido.

-          Llorando me dijo que se había caído
-          Todo va a estar bien –le dije al sentarla sobre la mesa del baño.
-          ¿Me pondrás una curita?
-          Por supuesto.
-          ¿Una grande?
-          La más grande
-          ¿De verdad?
Fue suficiente para mi hija.

-          Papá
La voz provenía de otro mundo, el mundo de los despiertos. La ignoré y me quedé en el mundo del sueño.
-          Papá – la voz era insistente.
Abrí un ojo. Nuestra hija de tres años, estaba junto a mi cama a pocos centímetros.
-          Papá, tengo miedo.
Abrí el otro ojo. Eran las tres de la mañana.
-          ¿Qué pasa?
-          Necesito una linterna en mi cuarto
-          ¿Qué?
-          Necesito una linterna en mi cuarto
-          ¿Por qué?
-          Porque está oscuro.
Le dije que las luces estaban encendidas. Le dije que la lámpara estaba encendida y que la luz del pasillo también.
-          Pero papá –objetó-, ¿y si abro mis ojos y no puedo ver nada?
-          ¿Podrías repetir eso?
-          ¿Qué pasa si abro mis ojos y no puedo ver nada?
Justo cuando estaba por decirle que ese no era el mejor momento para hablar acerca de aflicciones, mi esposa irrumpió. Me explicó que hubo un problema con la luz alrededor de la medianoche y que nuestra hija debe haberse despertado en la oscuridad. Sin lámpara. Sin luz en el pasillo. Había abierto sus ojos y no había podido ver nada. Sólo oscuridad.

Hasta los corazones más duros se conmoverían ante la idea de un niño que se despierta en una oscuridad tan tenebrosa que no puede encontrar cómo salir de su habitación.

Salté de la cama, levanté a mi hija, saqué una linterna del lavadero, y la llevé a su cama. Mientras tanto le iba diciendo que mamá y papá estaban presentes y que no debía temer. La acomodé y le di un beso.
Y eso le basto a nuestra hija.

Mi hija tiene los sentimientos heridos. Le digo que es especial
Mi hija está herida. Hago lo que sea para que se sienta mejor.
Mi hija tiene miedo. No me duermo hasta que esté seguro.
No soy un héroe. No soy una superestrella. No soy raro.
Soy padre. Cuando un niño sufre, un padre hace lo que le parece natural. Ayuda.
Y después de ayudar, no le cobro. No le pido un favor a cambio. Cuando mi hija llora, no le digo que se ponga firme, se comporte de manera recia y mantenga el gesto adusto. Tampoco consulto un listado para preguntarle por qué se sigue raspando el mismo codo o por qué me despierta otra vez.

No soy genial, pero no es necesario serlo para recordar que un niño no es un adulto. No es necesario que uno sea un sicólogo infantil para saber que los niños están “en construcción”. No es necesario que uno tenga la sabiduría de Salomón para darse cuenta de que en primer lugar ellos no pidieron estar aquí y que la leche derramada puede ser limpiada así como que los platos rotos pueden ser reemplazados.

Momentos consoladores de un padre. Como padre, puedo decirle que son los momentos más dulces de mi día. Se presentan naturalmente. Con gusto. Gozosamente.  Si todo eso es verdad, si sé que uno de los privilegios de ser padre es consolar a un niño, ¿por qué entonces estoy tan poco dispuesto a permitir que mi Padre Celestial me consuele?

¿Por qué se me ocurre que Él no querría escuchar mis problemas?
¿Por qué se me ocurre que está demasiado ocupado para atenderme?
¿Por qué creo que está cansado de escuchar siempre las mismas cosas?
¿Por qué pienso que protesta cuando ve que me acerco?
¿Por qué se me ocurre que revisa su lista cuando pido perdón y pregunta: “¿No le parece que está yendo a la fuente demasiadas veces con este asunto?”
¿Por qué creo que en su presencia tengo que hablar un lenguaje sagrado que no uso con nadie más?

¿Pienso que sólo se expresaba en forma poética cuando me preguntó si las aves del cielo y la hierba del campo se preocupan? Y si ellos no lo hacen, ¿por qué se me ocurre que yo sí lo haré?
¿Por qué no le creo cuando dice. “Pues si ustedes, aun siendo malos, saben dar buenos regalos a sus hijos, ¿cuánto más su Padre que está en el cielo dará buenos regalos a los que le pidan?”
¿Por qué no permito que mi Padre haga por mí lo que estoy más que dispuesto a hacer por mis propios hijos?

Sin embargo, estoy aprendiendo. Ser padre es mejor que un curso de teología. Ser padre me está enseñando que cuando me critican, me hieren o me asustan, hay un Padre que está dispuesto a consolarme y defenderme. Hay un Padre que me sostendrá hasta que me sienta mejor, me ayudará hasta que pueda convivir con el dolor, y que no se dormirá cuando sienta temor de despertarme y ver la oscuridad. Jamás. Y eso me basta.

Alvaro Serna M.

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