viernes, 19 de noviembre de 2010

JUICIO SIN DIOS


¿Sabes lo que más me perturba de Johnny? No son sus acciones aunque sean horripilantes. Lo hallaron culpable de diecisiete asesinatos. En su departamento se encontraron once cadáveres. Les cortó los brazos.  Se comió su carne. Mi diccionario de sinónimos tiene doscientas cuatro acepciones para la palabra vil y todas se quedan chicas para describir a un sujeto que guarda calaveras en su refrigerador y se come un corazón humano. Johnny redefinió las fronteras de la brutalidad.

¿Puedo decirte lo que más me perturba de Johnny? No es su caso judicial, perturbador como lo fue, con todos esos retratos suyos sentados sereno en la corte impávido, inmóvil. Ni una sola señal  de remordimiento, ni siquiera un indicio de pesar.  ¿Recuerdas sus ojos fríos como el acero y su cara impasible? Pero no hablo de él debido a su juicio. Hay otra razón. ¿Puedo decirte lo que en realidad me perturba de este hombre?

No fue castigado, aun cuando su  sentencia de prisión vitalicia sin posibilidad de libertad bajo palabra difícilmente se podría considerar apropiada para sus acciones. ¿Cuántos años serían los bastante justos? ¿Una vida en prisión por cada vida que quitó? Pero eso es otro asunto y aun eso no es lo que más me perturba. ¿Puedo decirte qué es? Su conversión. Meses antes de que otro preso lo matara, Johnny se convirtió en cristiano. Dijo que se había arrepentido. Que lamentaba lo que había hecho.  Lo lamentaba profundamente. Dijo que puso su fe en Cristo.

Se bautizó. Empezó su vida de nuevo. Comenzó a leer libros cristianos y a asistir a los cultos. Limpio de pecados. Limpia el alma. El pasado olvidado. Eso me perturba. No debería ser así, pero lo es. ¿Gracia para un caníbal?

Quizás tengas las mismas reservas. Si no en cuanto a este hombre, tal vez respecto a otra persona. ¿Alguna vez te has sentido incómodo al pensar en a conversión a última hora de uno que ultrajó niños? Los sentenciamos, tal vez no en los tribunales, pero sí en nuestros corazones. Los ponemos tras las rejas y echamos candado a las puertas. Quedan para siempre prisioneros de nuestro asco. Y entonces, ocurre lo imposible. Se arrepienten. ¿Nuestra respuesta? (¿nos atrevemos a decirla?) Cruzamos los brazos, arrugamos el ceño y decimos: “Dios no te va a dejar en paz tan fácilmente. No, después de lo que hiciste. Dios es bondadoso, pero no es ningún flojo. La gracia es para los pecadores comunes y corrientes como yo, no para pervertidos como tú”.



“Por lo cual eres inexcusable, oh hombre, quienquiera que seas tú que juzgas; pues en lo que juzgas a otros, te condenas a ti mismo; porque tú que juzgas haces lo mismo” (Rom. 2:1) ¿Quién es esta persona? Cualquiera que filtra la gracia de Dios por la red de su propia opinión. Cualquiera que diluye con su prejuicio la misericordia de Dios. Es el hermano mayor del hijo pródigo que no quería asistir a la fiesta. Es el obrero que trabajó diez horas, molesto porque el que trabajó una hora recibió la misma paga. Es el hermano que anda en busca de faltas obsesionado por los pecados de su hermano y ciego a los suyos.

No es atribución suya hacer vibrar el mazo. Una cosa es tener una opinión. Otra muy distinta es pronunciar un veredicto. Una cosa es tener una convicción y otra es declarar culpable a la persona. Una cosa es sentir asco por las acciones de un Johnny (y yo lo siento) y otra totalmente diferente es afirmar que soy superior (y no lo soy) o que tal persona se halla más allá de la gracia de Dios (nadie lo está).

Nuestra tarea es detestar el pecado. Sin embargo, la tarea de Dios es lidiar con el pecador. Dios nos ha llamado a aborrecer el mal, pero jamás nos ha llamado a que despreciemos al malo. Pero, ¡ah!, cómo nos encanta hacerlo. ¿Hay acaso algo más sabroso que juzgar a otro? Hay algo que nos llena de vanidad y satisface al ponernos la toga, subir al estrado y descargar el mazo. “¡Culpable!”

Además, juzgar a otros es la manera rápida y fácil de sentirnos bien de nosotros mismos. Un estimulante del ego empaquetado. Parándonos junto a los Mussolinis, Hitlers y Johnny del mundo, nos jactamos: “Mira Dios, comparado con ellos, no soy tan malo”. Pero he ahí el problema. Dios no nos compara con ellos. No son la norma. Dios lo es. Y comparados con El, “no hay quien haga lo bueno” (Rom. 3:12). A decir verdad, esa es una de las dos razones por las que Dios es el que juzga.

“Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” Mateo 5:48. Ninguno de nosotros puede satisfacer la norma de Dios. Como resultado, ninguno merece ponerse la toga, subir al estrado y juzgar a otros. ¿Por qué? Porque no somos lo bastante buenos.

Si logro conseguir que papá se enfade más contra mi hermano que contra mí, me libraré. Por lo tanto acuso. Comparo. Antes que admitir mis faltas, busco faltas en otros. La manera más fácil de justificar los errores de mi casa es hallar peores en la de mi prójimo. Esto no resulta con Dios.

No somos lo bastante buenos como para juzgar.  ¿Puede el que padece de hambre acusar al mendigo? ¿Puede el enfermo burlarse del doliente? ¿Puede el ciego juzgar al sordo? ¿Puede el pecador condenar al pecador? No. Solo Uno puede juzgar. No solo somos indignos, sino también incompetentes. No sabemos lo suficiente acerca de la persona como para juzgarla. No sabemos lo suficiente en cuanto a su pasado. Condenamos a un hombre por tropezar esta mañana, pero no vimos los  golpes que recibió ayer.  Juzgamos a una mujer por cojear al caminar, pero no vemos el clavo en su zapato.  Nos mofamos del temor que se ve en la mirada, pero no tenemos ni idea de cuántas piedras tuvieron que esquivar ni cuántos dardos que evadir.

¿Son demasiado ruidosos? Tal vez teman que los echen de nuevo a un lado. ¿Son demasiado tímidos? Tal vez teman fracasar otra vez. ¿Demasiado lentos? Tal vez se cayeron la última vez que se apresuraron. No se sabe. Solo uno que siguió ayer sus pasos puede ser su juez.  No solo desconocemos su pasado, sino también su futuro. ¿Deberíamos dictar un veredicto respecto a una pintura mientras el artista todavía tiene en su mano el pincel? ¿Cómo puede desechar un alma en la que Dios todavía está trabajando? Dios, “que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” Filipenses 1:6.

¡Cuidado! El pedro que niega a Jesús junto al fuego esta noche quizás lo proclame con fuego en el Pentecostés de mañana. El Sansón que hoy está ciego y débil quizás use su fuerza final para reducir a escombros los pilares de la impiedad.  Un pastor tartamudo en esta generación quizás sea el poderoso Moisés de la siguiente. No llame tonto a Noé, a lo mejor te toca pedirle que te lleve de gratis.

A un criminal lo sentenciaron a muerte en su País. En sus momentos finales suplica misericordia. Si le hubiera pedido misericordia al pueblo, se la habría negado. Si la hubiera pedido al gobierno, este hubiera rehusado concedérsela. Si la hubiera  pedido a sus víctimas, estas hubieran hecho oídos sordos a su petición. Pero no acudió a estos pidiendo gracia. Acudió más bien a la figura sangrienta de Aquel que colgaba en una cruz junto a la suya y le rogó a Jesús: “Acuérdate de mí cuando vengas en tu reino”. Y Jesús le respondió: “De cierto te digo que hoy estarás conmigo en el paraíso”. (Lucas 23:43).

Hasta donde sepamos, Johnny hizo lo mismo. Y hasta donde sepamos, Johnny recibió la misma respuesta. Y al pensarlo, la petición no es diferente  a la tuya ni a la mía.  Quizás él la hizo desde una celda en una cárcel y quizás tú la hiciste desde una silla  en una iglesia, pero desde la perspectiva del cielo todos estábamos pidiendo misericordia. Y por la gracia del cielo, todos la recibimos.

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